Imaginemos que este laberinto es una línea recta. Normalmente podríamos decir que esto sólo puede suceder dentro un sueño; pero a mí me da lo mismo dónde suceda. El laberinto que observo es un prolongado corredor. Tan largo que no logro divisar con claridad el otro extremo. Es un punto, por supuesto. Un punto iluminado. Me animo a entrar en este lugar con la consciencia de que penetro en un laberinto. Es decir, con la posibilidad de perderme en él. Es lo que pienso al pie de esa línea recta. Pero la curiosidad me acucia y doy los primeros pasos. En ese otro laberinto que es mi memoria aparece un verso de Mario Montalbetti: "Buscar esconde lo que se busca". Doy otros pasos y ese corredor es una calle del centro de Lima. Es el jirón Ancash, la cuadra ocho. Es la calle donde pasé mi infancia. Pero de pronto es la calle siguiente, una calle inclinada, cuya ascendiente da directo a la Iglesia Santa Ana. Este laberinto es angosto. Extiendo mis brazos en cruz y puedo rozar con mis dedos las puertas marrones de sus casas. He dado unos cuantos pasos y tengo la impresión de estar a medio camino. Es sólo una impresión, puesto que el otro extremo es aún un punto iluminado y lejano. Doy unos pasos más y la pendiente es la calle Cheverus, en Burdeos. Una calle que me suele llevar a casa al final de cada jornada. Al final de cada tarde. Mis dedos rozan sus paredes en piedra amarilla. En este andar encuentro a Alma, la muchacha de piel pálida que conocí de niño. La primera amiga que falleció siendo niña. Sonríe y veo sus dientes menudos. Caminamos un poco, siempre en línea recta. Ahora tengo la impresión de estar perdido. Ella parece conocer, y reconocer, la ruta. Este camino se torna mucho más ancho y por la calzada de enfrente me veo a mí mismo y a Alma caminando en sentido contrario. Ellos nos reconocen y se les ve incómodos con nuestra presencia. Creo que discuten. "Ellos están regresando", me digo. Lo pienso. Alma tira de la manga de mi camisa y me incita a seguir caminando. "No somos nosotros", me dice. Lo escucho. No la veo mover los labios, pero la escucho. Da lo mismo. Estamos en un laberinto de línea recta. Unos instantes después escucho un tren que se aproxima. No lo veo, pero mi memoria me devuelve una frase que leí no hace mucho. La frase es de Pierre Michon: "Qué hermosos son los trenes en el atardecer cuando ya se ha librado uno de la carga de tener que dar cuenta de esa hermosura". Me siento listo para volver, me digo. Es curioso, porque apenas decirlo caigo en la cuenta de que hablo de retorno. Da lo mismo, me digo. Alma ya no está a mi lado. No veo a nadie más. Las calles vuelven a ser angostas. Vuelvo a escuchar el tren, pero esta vez a lo lejos. La memoria me arroja otra frase, esta vez de Kafka. Se trata de la frase con la que inicia sus diarios, su primer cuaderno. Es una frase aislada. No sé si la escribió para expresar una experiencia captada ese día o una idea para incluir en un cuento o novela. Da lo mismo. La frase dice: "Los espectadores se ponen rígidos cuando pasa el tren". No veo el tren pero logro imaginarlo. Recuerdo que en Lima, en la primera calle de jirón Ancash, se encontraba la antigua estación de trenes. Se llamaba "Desamparados". Nunca vi partir ni llegar un tren en ese lugar. Sin embargo, por las noches creía oír su paso. Qué más da ahora. Sigo en el laberinto en línea recta y al final reconozco el punto iluminado. No es un lugar, no es un tiempo. El punto iluminado es un punto un punto un punto.
Publicado: 2015-03-16
Escrito por
Ricardo Sumalavia
Escritor peruano. Actualmente reside en la ciudad de Burdeos-Francia.
Publicado en
Primeras impresiones
Este blog recoge todo lo que la brevedad y las impresiones del autor le permiten escribir.