Este es el primer domingo soleado aquí en Burdeos. Habíamos pasado varias semanas de cielo gris y una continua racha de lluvias. Salí temprano para hacer algunas compras en uno de los pocos supermercados que abre los domingos. Está a pocas calles de mi casa. Yo llevaba puesta una casa delgada porque a esa hora de la mañana, a pesar del sol, corría un poco de aire frío. Al atravesar la plaza Gambetta vi a una pareja de ancianos sentada en una banca. Él tenía puesto un bonete azul y ella uno rosa. Es algo muy típico sobre todo en esta región, pero para mis ojos sigue siendo pintoresco. El sol les daba de lleno en el rostro. No supe exactamente si tenían los ojos cerrados a causa de los rayos solares, o era por el goce y la placidez que parecían experimentar. Como ellos no me podían ver, aproveché en observarlos unos instantes. A primera vista descubrí que ambos tenían un aire en común, pero no supe determinar por qué. Sin embargo a pocos segundos me di cuenta de que ambos no poseían dentadura.

Esta imagen me hizo recordar un cuento que había escrito hace mucho, sobre mis veintipocos años, en el cual aparecía un anciano sin dentadura. Una vez las compras hechas, de vuelta a casa mi objetivo estuvo determinado: remover cajas y papeles hasta encontrar este cuento. Antes de ponerme a buscar y para evitar mis alergias, abrí las puertas del balcón para que entrara algo de aire fresco. Para mi sorpresa, hallé el texto rápidamente. Como era de esperarse, el papel tiene ya la tonalidad que le ha brindado la humedad de Lima y ahora de Burdeos. He releído sus trece cuartillas y me digo que es evidente que no lo publicaré nunca. Veo en él un exagerado registro de los cuentos urbanos escritos por Julio Ramón Ribeyro o Enrique Congrains Martin. Por lo general, me parece, todo joven escritor de Lima se inicia impregnado de este fraseo e imaginario urbano, que sin duda estuvo muy bien para sus primeros creadores, pero que escrito ahora me resulta insoportable. En la anécdota de mi cuento encuentro a tres ancianos en una vetusta casa del centro de Lima, en Barrios Altos. Se trata de una pareja de esposos y la hermana de ella. El hombre fue un antiguo agente municipal que debió haber sido licenciado hace mucho, pero que, por marrullerías de un alcalde, lo mantienen como una especie de símbolo de la ciudad. Durante todo ese tiempo le había hecho creer que sus papeletas e informes tenían vigencia. En realidad era algo evidente que él no quería aceptar. Su cuñada y su mujer se lo repetían siempre, pero él seguía haciendo sus rondas, siempre llevado del brazo por su esposa. Además de todo, este personaje solía salir de casa con un sobretodo negro y una gorra también negra. Este había sido su uniforme de toda la vida y así lo vieron siempre los vecinos del barrio.

El cuento que escribí se centra en una mañana. La cuñada preparaba el desayuno mientras su hermana ayudaba a su marido a alistarse. Me sorprende mi interés en la mesa puesta y que no haya nadie sentado en ella: “Sobre el mantel verde tejido por su hermana aún continuaban las tres tazas humeantes de café, cada pan junto a la taza y las lonjas de plátano frito en un plato de plástico al centro de la mesa.” Yo no sé si en Lima la gente desayuna de esta manera. Lo del plátano frito era habitual en mi casa, pero porque mi madre es de la selva. Y aún hoy como plátano frito, porque mi esposa también es de la selva. Lo cierto es que después de que ellos tomaran desayuno, en medio de ñoñerías de ancianos, el hombre se encuentra solo, sentado en un sillón, a la espera de su mujer y su cuñada, quienes habían salido un momento para hacer unas compras. En eso llega un funcionario de la municipalidad para hacerle firmar unos papeles que les eximían a ellos de toda responsabilidad durante las rondas de este hombre. Los documentos son firmados y el funcionario se marcha. Como es de esperarse en este tipo de cuentos, a la vuelta de las hermanas, se dan conque el anciano pone excusas y ya no quiere salir de casa. Se queda sentado en su sillón, observando los gránulos de madera apolillada bajo los otros muebles. Quiere concentrase en ello, pero se queda rápidamente dormido.

Algo que no logro recordar ni entender, ya que no me parece fácil de deducir en la lectura, es por qué llamé “Claridad” a aquel cuento. Es decir, un título como este, conociéndome como creo que me conozco, anunciaría otro tipo de historia. No solamente la revelación para este hombre de su situación real. Tengo la impresión de que coloqué ese título esperando escribir algo completamente diferente, y que por pereza lo dejé allí, como puerta a esos tres ancianos.