En un libro que reúne las clásicas entrevistas del The Paris Review acabo de releer una hecha a Ernest Hemingway. La primera vez que la leí, cuando tenía poco más de veinte años, me interesaba sobremanera hallar todos los consejos posibles sobre la escritura. Me entusiasmó enterarme de su marcada disciplina y sus tácticas para tener el "pozo lleno" de historias. Por alguna razón, asociaba estas enseñanzas de Hemingway con la imagen de un zapatero que trabajaba cerca de mi casa, sentado en su pequeña banca, con su delantal de cuero y la boca llena de clavos, un cigarrillo colgando de un lado de sus labios y hablando con los clientes sin quitar la vista del zapato que claveteaba. Puro oficio, es lo que pensé entonces; y recuerdo haber tratado de aprovechar lo que se avenía mejor a mi forma de narrar.
Con la entrevista entre manos, ahora me detengo en un comentario de pasada que hace Hemingway. Se nota que durante la entrevista estuvo bastante aburrido y que en general lo que hizo fue repetir lo que seguramente ya había dicho en otras entrevistas. Quizás por eso, tratando de burlarse y desacreditar a su interlocutor, el escritor confesó extrañar las conversaciones que mantuvo con el torero español Juan Belmonte. Conociendo a Hemingway es fácil suponer que no solo extrañaba al torero, sino también a todo lo que este hombre simbolizaba: arte y muerte. Estoy casi seguro de que para Hemingway, Belmonte era la armonía entre artista y obra. Y estoy seguro también de que el torero, a quien le gustaba estar rodeado de escritores, le contó a Hemingway la misma anécdota que le refirió al escritor peruano Abraham Valdelomar. Anécdota que Valdelomar trascribe en su ensayo "Belmonte el trágico" aparecido en Lima en 1918. En ella cuenta que una vez Belmonte vio a otro torero lidiando en una plaza y que el toro lo obligó a guarecerse detrás del burladero. Sin embargo, el ímpetu del toro fue mayor y la bestia asimismo logró atravesar el cerco. El torero, creyéndose perdido, en un último intento por salvarse, se introdujo por una rendija. Así logró salvarse este hombre, pero, cuando trató de salir por la misma rendija, descubrió que era imposible, que no había cuerpo humano adulto que pudiera pasar por aquel minúsculo orificio. A través de esta anécdota Valdelomar explica muy bien la percepción de la estética que movía a Belmonte, y me atrevo a incluir a Hemingway. Valdelomar dice: "El terror a la muerte hizo que este organismo aprovechara todas sus fuerzas, hasta las más insignificantes, las que, azuzadas por el instinto, obraron de acuerdo operando lo extraordinario: reducir el volumen orgánico. Esto, en los apóstoles y profetas, se llama el milagro; aplicado a la obra de arte, se llama el Genio".
Hemingway y Belmonte murieron a principios de la década del sesenta. Ambos se suicidaron pegándose un tiro, porque, seguramente, la muerte dejó de acecharlos.