Estoy sentado en un canapé, en mi departamento de la rue Porte Dijeaux. Esta mañana no hay nadie más en casa. Bueno, el gato anda por algún lugar de la casa, ajeno a mí. Me encuentro sentado frente al televisor. Se trata de una pantalla plana, negra. Decir su color es ahora una redundancia. No está encendido y su pantalla se ha convertido en un espejo negro. Me veo reflejado con este smartphone entre manos, escribiendo. Pero también aparecen otras imágenes que sólo puedo recrearlas, aquí y ahora, por escrito. Veo el televisor de mi familia. Debe ser 1975 o 76. Vivimos en otro departamento, en Lima. Jirón Ancash 830, departamento 216. Es un segundo piso. El televisor es en blanco y negro, gigantesco. Seguramente no era nada grande, pero ya sabemos cómo son los recuerdos de la infancia. Tiene una antena en forma de V. Ahora me veo de seis o siete años, manipulando esta antena, buscando la señal correcta. Mis hermanos mayores me dicen que, sin soltar un extremo de la antena, levante mi otro brazo, también en V y me convierta de este modo en una extensión de la antena. La imagen en la pantalla recobra su precisión. Mis hermanos me dicen que no me mueva, que al mínimo movimiento la imagen se va a alterar. Ríen. Entre la antena y yo formamos una W. Dada esta posición, en realidad no puedo ver con comodidad la pantalla del televisor. Lo que veo -lo que recuerdo que veo- es la ventana detrás del aparato. Hay una persiana. Está dispuesta de tal modo que la luz entra oblicua a través de sus delgadas hojas. A la derecha del televisor está la puerta del departamento. Es marrón. Por lo general esta puerta nunca se cerraba durante el día. Sólo accionábamos un pequeño sistema para que el pestillo se mantenga sin cerrar y juntábamos la puerta. Ese era el verbo que siempre utilizábamos con la puerta: "juntar". "La puerta está junta", solíamos gritar desde dentro, cada que vez que alguien tocaba la puerta. Era nuestra forma de invitarlos a pasar.
A los pocos segundos se me cansa el brazo, o me aburro, y quiero soltar la antena. Mis hermanos me reclaman. Ellos ríen otra vez. Les gusta jugar y hacerme este tipo de bromas. Yo acepto y sigo el juego. Levanto el brazo y la señal vuelve. Noto que detrás de la puerta de mi casa no hay colgados ramos de ruda ni raíces de sabila que sí solía encontrar detrás de las puertas de los departamentos de mis amigos. Observo ahora las paredes laterales al televisor. Son de color crema. Ni hay cuadros ni fotos que cuelguen de estos muros. No en este lado de la sala. Las paredes tampoco se ven desnudas. Sobre la superficie crema hay motivos florales curvilíneos y dorados, que fueron estampados con un rodillo en relieve, puesto que era la manera más económica de reemplazar al papel pintado, muy de moda entonces, pero no en el edificio donde vivía.
De pronto las imágenes se distorsionan. Veo que mi hija menor entra a casa. No usas llaves. No las necesita. Nosotros tampoco cerramos la puerta.
-Qué haces?- me pregunta.
-Nada. Sólo veo la televisión -le respondo. Y la enciendo.