Luego de la comida del mediodía se nos antojó tomar una taza de café. No el café que habitualmente compramos en el mercado de Burdeos, sino uno que habíamos traído en nuestro último viaje a Lima. Me ofrecí a prepararlo y descubrí que sólo nos quedaba lo justo para servir en una taza. Sin darnos cuenta nos habíamos bebido casi todo. Como no tenía sentido dejar de prepararlo, saqué la cafetera italiana, aquellas cafeteras de metal cuyo vapor de agua asciende por un embudo que atraviesa el café molido y concentra su líquido en un compartimento superior, y lo coloqué en la hornilla a fuego alto.

Mientras se hacía el café tomé un libro que leo en estos días. Se trata de una antología de poesía coreana clásica, concentrada especialmente en los poetas budistas, en los monjes. En realidad, la mayoría de estos monjes no se consideraban poetas y muchas veces ni siquiera tenían intenciones artísticas. Su intención última era el aprendizaje y acceder al camino según las diversas vías que las escuelas budistas de entonces propugnaban. Esto no impidió, por cierto, que nos dejaran hermosos poemas en los que la quietud y la movilidad, o fenómenos diversos armonizaran en su propia contradicción. En la edición francesa que tengo entre manos me detuve en un poema llamado, Inscripción en el Templo de la Serenidad. Es un poema de principios del siglo XVIII y se refiere a un templo budista que no se hallaba muy lejos de la ciudad en la que yo viví durante mi estadía coreana de los años noventa. 

Quizás fueron los recuerdos de aquella estadía los que me concentraron en este poema y saber un poco más de quien lo escribió. El monje que lo escribió fue el maestro Hwansong Chian (1664-1729). Es curioso, pero el francés que preparó la edición que leo dice que el monje Chian realizó algunos milagros. Y me parece curioso porque no consigna qué tipo de milagros hizo ni de dónde sacó esta información. Por lo que pude indagar sobre este monje, todos coinciden en que fue discípulo de los grandes maestros coreanos de la Escuela Huayan, consagrada a la exégesis del Sutra Avataṃsaka, (Sutra de la Guirnalda), y que, reemplazando a uno de sus maestros en la lectura de los sutras, alcanzó una gran popularidad, con cerca de 1400 oyentes en cada sesión. Pero tanto prestigio lo puso en sospecha frente al Estado. Por ello fue acusado de sedicioso y enviado al exilio en la isla Cheju, al sur de Corea. En esta isla sólo permaneció una semana. Al séptimo día falleció aquejado por la pena. El poema que leía mientras se hacía el café fue éste:

Inscripción en el Templo de la Serenidad
Casi en ruinas, el milenario monasterio,
en silencio profundo y cercado de enramadas,
donde la hierba del patio apenas conoce monjes
y el musgo del sendero recibe raros visitantes.
Los cuervos robaron todos los melones del jardín,
la rata hizo un hueco en el muro para habitarlo,
el ermitaño, sentado, olvida sus propósitos,
la ardilla viene a jugar sobre su atuendo de monje.


Una de mis hijas gritó que olía a quemado. Corrimos todos hacia la cocina y, efectivamente, el café se había quemado. Más precisamente: el café se había evaporado. Lo que sí se quemó fue la cafetera italiana. Todo aditamento en plástico se había derretido. Sólo quedaba puro metal ardiente y renegrido. Pero el resto de café peruano no había desaparecido del todo. Su vapor se había impregnado en toda la casa. Su olor estaba en las cortinas, en los muebles, en las habitaciones. Mi propia vestimenta olía a café peruano. Por qué de pronto sentía todo ese olor intenso en mí, me preguntaba. Por qué no lo sentí antes de que se evaporara todo el café. Abrimos las ventanas, pero el olor a café se negó a partir. Al principio experimenté una profunda pena, pero luego permanecí sentado en una silla, cerca de la cocina, sereno.