Uno de los placeres recurrentes que me permito en Burdeos en estos últimos tiempos es escribir mientras me encuentro sentado en la banca de un parque, una alameda o un bulevar. Como a veces me dejo llevar por ciertos hábitos, suelo sentarme en una banca en Allées de Tourny, a pocos metros de un carrusel. La banca que suelo ocupar se encuentra del lado derecho -observando desde el carrusel- y está justo delante del inmueble donde Hölderlin fue preceptor en una familia acaudalada hasta principios del siglo XIX. Allí Hölderlin escribió muchos poemas.
Pero hoy he cambiado de banca. He decidido buscar la sombra y por eso me sentado en la banca del lado izquierdo. Observo la banca que suelo ocupar y está vacía. Nadie se atreve a ocuparla bajo este solo intenso. Recuerdo que alguna vez, sentado en esa banca, vino ocuparla también una anciana. Para los ancianos es muy fácil ponerse a charlar con los desconocidos. Ella me habló del clima, de las lluvias que sin duda caerían pronto. Le pregunté si venía regularmente a esta alameda y me respondió que no. En realidad estaba aquí excepcionalmente, puesto que ella se había ofrecido para hacer la cola de reservación en uno de los restaurantes más frecuentados de Burdeos. Me pareció un abuso de parte de sus hijos y nietos, pero no dije nada. Le pregunté si era de Burdeos. Me dijo que sí, que nunca había abandonado esta ciudad, ni siquiera durante la ocupación nazi. Indagué por sus recuerdos de esa época y me contó que ella era muy niña. Ella vivía (y vive aún) del otro lado de los bulevares que circundan el centro de la ciudad. Me dijo que una vez vino a esta lado de la ciudad para visitar a su abuela y que los soldados alemanes no le permitieron acceder más allá de unas cuantas calles. Me confesó que incluso ahora, si camina por los bulevares, lo hace del lado que les era permitido entonces.
La anciana cambia de tema y me habla de las palomas. Yo trato de volver al tema anterior y le pregunto por la época de la liberación. Fijó su mirada en mí y me dijo que esa época fue muy turbia. Ella había presenciado en la plaza Gambetta cómo la turba había rapado y humillado a algunas mujeres acusadas de colaboracionistas nazis. "Eso fue malsano", me dijo. Luego agregó: "Mi madre fue amiga de un oficial nazi. El venía a casa para escuchar música clásica. Mi madre era concertista y creo que él también lo fue en Alemania. Sólo hablaban de música." Al decir esto se levantó de la banca y me dijo que era momento de ir a hacer la cola, que pronto estaría comiendo con toda su familia. Luego se marchó.
Desde este lado de la alameda contempló el inmueble que Hölderlin abandonó en 1802. Se sabe que, como un anuncio de su locura, decidió ir a pie hasta Alemania.