En el aeropuerto de Schiphol, en Holanda, uno de los más modernos del mundo, me acabo de cruzar con un pericote. Es muy pequeño. Tengo la impresión de que no tiene muchos días de nacido. No parece saber a dónde ir ni cómo conseguir alimento. No es que se sienta aterrado. Casi no hay gente por este lado del aeropuerto. Son casi las cinco de la mañana. El pericote va de un lado al otro, como si dudara de su trayecto, y vuelve al punto inicial desde donde lo vi aparecer.
Me hace acordar la época en la que yo frisaba los veinte años. Era diciembre y mi madre había atrapado una rata. Ella estaba tranquila, pues no quería que la navidad nos atrapara con semejante roedor. Sin embargo, unos chillidos dentro de la caja de adornos navideños nos reveló que la rata nos había dejado algo. Recuerdo que la tarde había caído y mi madre me pidió que la ayudara a deshacernos de los pericotes que seguramente se hallaban dentro de la caja. En esa época yo aún era estudiante de ingeniería, pero en mi cabeza revoloteba la idea de abandonar esos estudios y dedicarme a la literatura. No sabía cómo se lo diría a mis padres y de pronto sentía una terrible culpa por todo. Sobre todo cuando, haciendo presión con una escoba, empujamos la caja hasta la calle, en medio de la pista, y mi madre me dijo que abriera la caja. Lo hice. De pronto empezaron a saltar diminutos ratoncitos por todos lados. Ni siquiera sabían caminar. Sólo daban saltitos torpes. Yo empecé a golpearlos con la escoba y los fui matando uno por uno. Debí correr en diferentes para atraparlos a todos. Sentía asco y miedo. Y mucha culpa.
En esa misma época leía las cartas que Vincent Van Gogh le escribió a su hermano Theo. Todos saben que en esas cartas Vincent cuenta todas sus vicisitudes de artista, sus miserias, sus tormentos amatorios. Allí vislumbramos su genio y su demencia. Vemos también la enorme confianza que le profesaba a su hermano, y las continuas disculpas que le ofrecía por no ser lo que Theo hubiese esperado de él.
Recuerdo que al poco tiempo de anunciar mi abandono de los cursos de Ciencias y trasladarme al de Letras, mi hermano Pepe, quien financiaba mis estudios para ser ingeniero, todavía seguía molesto conmigo. Me costaba mirarlo a los ojos. Me costaba mirar a los ojos a cualquiera de mi familia. Pero un día le escribí una carta a mi hermano citando un largo fragmento de una de las que le escribió Vincent a Theo. Usando las palabras de Van Gogh, le explicaba a Pepe que yo no era capaz de hacer otra cosa que dedicarme a la creación artística, que el mundo de las finanzas o ciencias no me correspondía.
Han pasado más de veinte años de eso y ayer mi hermano Pepe me acompañó al aeropuerto en Lima. Me despedí de él con un abrazo y avancé como si diera pequeños saltos, como un pericote pequeño, pero sin ninguna culpa ni temor, sabía que él ahuyentaría todo posible escobazo.