Estoy en Lima. Exactamente me encuentro frente al mar de Lima. La tarde se acaba y yo decido permanecer aquí, sabiendo que inevitablemente en unos momentos le daré la espalda a este mar.

Iván Bunin escribió alguna vez una semblanza de su maestro y amigo Antón Chejov. En ella recuerda uno de sus tantos encuentros en Yalta. Una mañana Chejov le refirió que había leído un texto, una descripción del mar, escrita por un escolar. El texto decía: "El mar era grande". A Chejov le parecía grandiosa esta descripción y no podía ocultar su entusiasmo. Bunin recoge esta anécdota para dar una muestra de la personalidad y estilo muy propios del autor, en los que la maravilla y el goce provienen de la precisión y, sobre todo, de huir de cualquier tipo de ampulosidad a la que cierta prosa suele tener predisposición. Dada la relevancia que le otorga el autor de la semblanza, yo hubiese creído que ésta era una enseñanza bien asimilada por Bunin; sin embargo, en otro pasaje, introduciendo al lector en una nueva anécdota entre los dos escritores rusos, menciona que, instado por Chejov, dieron un paseo en noche temprana y que se detuvieron un buen rato al llegar a la costa; luego Bunin agrega: "En silencio contemplábamos la llanura centelleante del mar". No estoy seguro si Chejov hubiese aprobado tal descripción; pero quizás para los ojos y sensibilidad de Bunin no había otra manera de recrear lo observado.

Interiorizar un consejo literario no es nada fácil. Para bien o para mal tenemos un registro, una retórica, una tradición de los que cuesta sacudirse cuando se debe, si se debe. Por esa razón nunca escribiremos como rusos o ingleses o japoneses, aunque algo de ellos sí se nos impregne. La globalización nos informa, no nos nutre.

El mar que tengo frente a mí no es el mar de Bunin ni el de Chejov, pero que grande es.