Las últimas semanas me levanto más temprano, con una mayor frecuencia de la habitual, para ir a uno de mis trabajos. Suelo ir tranvía y bajarme en la parada Doyen Brus. Esto ya forma parte de los linderos de Burdeos. Bueno, desde el centro, en veinte minutos y en cualquier dirección, ya estamos a las afueras de Burdeos. Desde esa parada tomó una avenida ancha y camino unos cinco minutos. Esos cinco minutos me encantan. Me alegra el resto del día. En realidad, si soy más específico, ni siquiera son esos cinco minutos de trayecto los que me animan. Se trata de solo unos segundos, que son los que utilizo para pasar delante de lo que fue una casa. De ella solo queda la fachada. Es muy pequeña, seguro fue una casa muy humilde de un campesino de la zona. Se trata de un rectángulo blanco con una puerta y ventana hechas con listones de madera, también pintadas de blanco, y un alero –o lo que fue un alero- que solo sirve para proyectar sombras sobre la fachada. Detrás: vegetación. Todo lo que pudo haber, la vida que circuló en ese desaparecido espacio interior es ahora vegetación. Abundante en esta época del año. No sé por qué no lo han tirado aún. Es algo inútil que persiste en pie, pero que me ayuda a sobrellevar mi jornada.

A estas emociones les encontré respuesta en unas páginas del libro Discurso vacío, del uruguayo Mario Levrero. Este libro, a modo de diario, es también lo que su autor llama una autoterapia grafológica. En una entrada al 6 de enero de 1991, dice: “Hay una cantidad de cosas inútiles que son imprescindibles para el alma. Diría más: sólo las cosas inútiles son imprescindibles para alma (aunque no todas ellas).” También se me ocurre pensar que estas cosas inútiles también son imprescindibles para la literatura. Es decir, pasan por el alma, la perturba gratamente, y al que tiene el bicho de la escritura (aunque no a todos ellos) estas se proyectan en el mundo narrativo que se crea. Pero no pensemos que porque se integran a este mundo narrativo se cargan de utilidad. Nada de eso. Siguen siendo igual de inútiles. Pero qué placer.

La satisfacción que te produce identificarse con lo que lees, con las mismas o semejantes experiencias, es indescriptible. La lectura va modelando tus propios recuerdos y evocaciones y así, de pronto, crees que están contando tu propia historia, tu propia e inútil historia, o que eres tú quien la cuenta. Entenderán lo que digo cuando cite otra de las páginas de Levrero: “Delicioso: me produce un placer casi erótico la contemplación de ciertas ruinas, de casas abandonadas, de casas demolidas, sobre todo cuando son invadidas por la vegetación.” Luego se expande sobre esta experiencia, pero él la asocia con otra más y llega a darle un sentido –no una utilidad- supremo. Páginas adelante, Levrero habla de uno de los temas del músico Enrique Rodríguez. No recuerda el nombre del tema: duda entre “Noches de Hungría” o “Amor en Estambul”. Hice una búsqueda y no es ni una ni la otra, pero eso aquí no importa. Va manejando su automóvil y escucha en el trayecto una cinta de Rodríguez. Lo interesante es que esta melodía produce en Levrero la reminiscencia de unas ruinas. Confiesa: “… esa orquesta es para mí algo similar a la contemplación de ruinas invadidas por la vegetación. No por el tiempo transcurrido, aunque en cierta forma el tiempo transcurrido acentúa el efecto, sino que, en este caso particular, ya la intención original de Enrique Rodríguez era en su momento una ruina invadida por la vegetación.”

Muchos y diferentes impulsos pueden llevarte a escribir, muchos y variados temas pueden poblar tus páginas; no obstante, habrá quienes se sientan atraídos por escribir una historia cuya nota musical sea tan original como una ruina invadida por la vegetación.